El juego es una actividad que aparece espontáneamente y genera satisfacción. Es una forma de interactuar con la realidad, donde la conducta lúdica es un fin en sí mismo. Predominan los medios sobre los fines, no se persigue ningún objetivo. Implica que el jugador participe de forma activa. Seguramente os habréis dado cuenta de que el juego de vuestro hijo puede que no tenga mucha organización y estructura, y es que, así es, el juego es libre y espontáneo.
Muchos investigadores han teorizado sobre este fenómeno, dada su trascendencia, y han llegado a la conclusión de que algunas de sus funciones podrían ser:
La comunicación con el entorno o con uno mismo. Cuando un niño juega, interactúa y se comunica; y desde ahí sucede el intercambio de pensamientos, fantasías, recuerdos, emociones, etc. A través de la experimentación con el mundo que le rodea se fomenta la actitud exploratoria, la curiosidad, los límites, el conocimiento del cuerpo y se establecen contactos sociales. El juego contribuye a la configuración del mundo interno del niño; esto es, su pensamiento, su identidad, sus deseos y su manera de ser. Con esta actividad se enriquece la capacidad de simbolizar, es decir, combinar hechos reales e imaginarios, poder relacionarlos, darles un significado y extraer consecuencias. Los niños recrean situaciones ficticias como si estuvieran pasando realmente, se convierten en personajes y los objetos cobran vida. Empieza así a ponerse en marcha la creatividad y la imaginación. Cuando vuestro hijo juega despliega su mundo interno, sus vivencias, sus experiencias; pudiendo así elaborar los acontecimientos de su vida, expresar su agresividad y calmar su ansiedad, aprendiendo a dominarla. Los miedos pueden afrontarse y resolverse: el niño gana en confianza.
El juego puede adoptar formas diferentes a lo largo de la historia de vida de la persona. Siguiendo a Piaget e Inhelder (1981), el juego sensorial o motor abarca los dos primeros años de vida. Son acciones con el propio cuerpo o actividades sobre los objetos que el niño realiza por el placer de repetirlas. Suele ser propio de los dos años pero se mantiene a lo largo de la vida. El juego simbólico, también conocido como pretendido o representativo, surge a partir de los dos años con la aparición del lenguaje, y puede abarcar hasta los ocho años. El niño reproduce situaciones de la vida real, pero las modifica según sus necesidades y deseos. Veréis que vuestro hijo podrá representar, por ejemplo, con piezas de madera, una casa o un coche. A partir de los cuatro años, con la ampliación de la socialización, el niño compartirá su juego con otros iguales. Finalmente, se distingue el juego de reglas, aún más social, determinado por la estructura de las reglas y su seguimiento. Ahora el niño se relaciona con sus coetáneos para cooperar y competir.
Gracias a la investigación y a la práctica clínica, sabemos de los múltiples beneficios del juego en general, y, más concretamente, y también debido al período sensible de la vida en el que se despliega y desarrolla, del juego simbólico. Por ello, a continuación describimos algunas recomendaciones: estimulad y observad el juego del niño, acompañadlo; mejor no intervenir, no criticar ni dirigir. Si os invita, podéis participar, pero dejando que el niño guíe la actividad. Ayudadle a relacionar elementos del juego, comprender las secuencias y enriquecer su capacidad de pensar y su fantasía. Y, sobre todo, ¡disfrutad juntos y pasadlo bien!
Juanjo Franco
Referencias Torras de Beà, E. (2012). Normalidad, psicopatología y tratamientos en niños, adolescentes y familia. Octaedro: Barcelona. Piaget, J. y Inhelder, B. (1981). Psicología del niño. Madrid: Morata.